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viernes, 13 de abril de 2012

¿DEBEMOS TERMINAR SIEMPRE LOS LIBROS?


Si una convención rige el modo en que leemos los libros, ésa es la de que tenemos que empezarlos y acabarlos. Sólo cuando la lectura nos resulta aburrida nos permitimos dejar un volumen a la mitad y, aun así, solemos hacerlo con decepción.
La lectura penitencial
La vida es “demasiado corta para leer malos libros”, afirmó en cierta ocasión el filósofo Arthur Schopenhauer, para quien bastan “unas pocas páginas” para poder hacer “una evaluación provisional de la producción completa de un autor”. Sin llegar al grado taxonómico con que solía expresarse el filósofo alemán, lo cierto es que muchos intelectuales han defendido la idea de que no hay nada de provechoso en acercarse a la lectura de un modo disciplinario, obligándonos a leer lo que no nos gusta o leyendo porque sí aquello que nos aburre. Para muchos, abandonar un libro en las primeras páginas no es un pequeño pecado que podemos permitirnos de vez en cuando; es, de hecho, la actitud más sana con que podemos enfrentarnos a la literatura.
El fomento institucional de la lectura nos lleva a adoptar una idea normativa del consumo literario
Es obvio, en todo caso, que cada cual tiene sus ritmos. Hace tiempo que el lector serio aprendió qué número aproximado de páginas necesita para juzgar si la obra es buena y a qué tipo de libros hay que darle más oportunidades que a otros. Leer un libro pese a no disfrutar de él es una costumbre más propia de los jóvenes, especialmente cuando no haga mucho que han salido del sistema educativo. Durante su educación, niños y adolescentes tienen que  leer libros que no disfrutan como resultado de la política pedagógica del fomento de la lectura; una estrategia que lleva a muchos a adquirir una idea penitencial del consumo literario y a asociar la palabra escrita con el tedio y el aburrimiento. Algunos nunca desarrollan la afición por la lectura y otros leen de vez en cuando, pero no se plantean que el libro ha de ser entretenido, edificante o pedagógico.
Desacralizar el final
¿Y qué pasa con los buenos libros? Porque también hay quien defiende la idea de no leer todo un libro aunque sea bueno. Pensadores de la talla de Samuel Johnson, por ejemplo, recomendaban no acabar los libros, hábito que consideraban incluso de mayor lustre intelectual. Aquel que tiene por costumbre leer sólo lo verdaderamente provechoso de cada libro, según esta tesis, es quien demuestra estar en posesión de un criterio más solvente.
Muchos clásicos de la literatura no lo son pese a carecer de un final, sino precisamente porque no disponen de uno
El escritor checo Franz Kafka sostenía que a partir de un punto de su desarrollo, el escritor puede decidir acabar cualquier novela en cualquier momento y con cualquier frase. La noción parece adaptarse a su obra, desde luego; mientras América o El Castillo son novelas inacabadas, El proceso está solucionado al final con la mano rápida propia de quien se ha aburrido de contar la historia. En realidad, muchas otras obras inacabadas se consideran clásicos universales de la literatura pese a tener complejas tramas e ideas profundas que, de repente, carecen de un final. O que lo tienen, pero apresurado, fácil y sin pulir.
Es la trama de un libro, más que ninguna otra cosa, lo que nos empuja a seguir leyéndolo. Por sí misma, en primer lugar, y para conocer cómo se desarrolla la acción. Pero también porque creemos que a una buena trama le sigue necesariamente un buen final, aunque nuestra experiencia como lectores y espectadores lo contradiga constantemente. La digestión que hacemos de muchas obras sería otra –y mejor, por descontado– con tan sólo ejercer el derecho que nos asiste, como lectores, a cerrar el libro antes de que empeore. Como la pieza de fruta a la que simplemente se le aparta el parche podrido, conseguiríamos así disfrutar de libros que convencionalmente juzgamos fiascos.
También en la pantalla
En Las bodas de Cadmo y Armonía (Ed. Anagrama), Roberto Calasso ilustra cómo la característica fundamental de una mitología viva es que sus muchas historias, que se cruzan entre sí, siempre tienen al menos dos finales, con frecuencia contrapuestos. Los mitos consisten en diferentes versiones de una misma historia. En una versión del mito, Orfeo rescata a Eurídice del infierno, mientras que en otra su amada se desvanece poco antes de abandonar el Tártaro. Las modernas ficciones que juegan a erigirse en pequeña mitología emplean este factor, creando diferentes versiones de una historia y distintos destinos para un mismo personaje. En la celebrada serie Perdidos, los personajes acabarían habitando diferentes planos de la realidad en los que estaban, y no excluyentemente, vivos y muertos. Y la vigente Juego de Tronos juega a contradecirse entre sus versiones en papel y en pantalla. Incluso de La guerra de las galaxias, quizás la mitología cinematográfica más extensa de nuestro tiempo, se ha criticado no la pulcritud con que unas y otras tramas se hilan entre películas originales, libros, precuelas y spin-offs de animación, sino lo contrario: la obsesión de su autor, George Lucas, por reducir a lo enciclopédico un mundo cuya argamasa consiste precisamente en sus vacíos.
Es sólo cuando el mito se convierte en historia que empezamos a sentir la necesidad de disponer de una versión canónica y a ser posible, única. Y sin embargo, seguimos celebrando las novelas que, teniendo un final, nos invitan a creernos nuestra propia versión de los hechos, como La señora Dalloway de Virginia Woolf, el final magistral de los muchos cuentos de Julio Cortázar o esa puerta que se cierra sin mayor trámite al final de El Padrino que firmaron Mario Puzo y Francis Ford Coppola. Para muchos, los finales cerrados son una convención poco naturalista. En el caso del cine, las historias contradicen el concepto mecánico del guión, tan propio de nuestro tiempo, y en literatura se saltan las funciones que para la ficción prescribió el ruso Vladimir Propp, pionero de la narratología. Pero nos siguen fascinando, quizás porque algo chirría y se revela antinatural en la convención de que todo lo que tenga páginas, fotogramas o frames, ha de tener un final, especialmente cuando tenga que ser dramático. Es lo que Tim Parks llama “el yugo tiránico de los finales” en The New York Review of Books. “Te obligan a pensar en la vida como si fuera una máquina que produce en serie pathos y tragedia”.  

Este artículo ha sido extraído del periódico digital “El confidencial”. Día 13 de Abril de 2011

1 comentario:

  1. Daniel, una entrada muy interesante para un blog que voy a seguir.
    No obstante, considera la opción de, en vez de pegar el artículo entero de "El confidencial", cita las dos o tres oraciones más interesantes y deja un enlace al artículo original. No es por derechos de autor, ya que citas la fuente, sino porque es más elegante.

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